4/12/07

¿Cómo llegué a ser periodista?

-Mamá, quiero estudiar filosofía.

Con esas cuatro sencillas palabras terminé por derrumbar cualquier esperanza de movilidad social que Mother tenía para sus hijos. Con 17 años, y recién salido de cuarto medio, una infatuación con las curvas pensadoras de mi joven profesora de filosofía me había encaminado por el lado idealista de la vida hacia el lugar donde Platón, Descartes y Hegel, entre otros futuros colegas, supuestamente me iban a esperar. Créanme, si ustedes hubieran tenido clases con ella, también se habrían entusiasmado con el mundo de las ideas, el mito de la caverna, el cogito ergo sum y todos esos lindos conceptos teóricos que llenaban de pajaritos y fantasías mi cabeza.

Por otro lado, estaba feliz de alejarme de mi alma mater escolar y resetear mi vida social. Grandes cosas me esperaban, obviamente, y por ningún motivo pretendía volver a usar mis neuronas recordando esos nerds años de enseñanza media que ni siquiera hoy en día me despiertan cariño. Es cierto, nunca fui un tipo popular. Pero tampoco era el gil que todos golpeaban, ni el fleto, ni el guatón, ni el mongo del curso, pero mi lugar en el escalafón escolar oscilaba peligrosamente en la frontera entre el mateo y el material para el hueveo. Primero Medio fue simplemente horrible, pero luego se mejoró un poco. Por eso me alegraba reflexionar que mientras mis microcefálicos compañeros que se creían los bacanes del colegio probablemente deberían conformarse con trabajar como juniors o repartidores de pizza –profesiones que hoy en día respeto mucho y considero imprescindibles para el mundo moderno–, yo me alzaría entre las esferas intelectuales como uno de los grandes filósofos del siglo.

-Hijo, la filosofía no se come –dijo Mother mirándome con cara de “oh no, otro más que me salió loco”.

Era cierto, pero no me importaba. La charla familiar post Prueba de Aptitud Académica me tenía sentado a la mesa, feliz y confiado, comentando que jamás estudiaría en una universidad religiosa porque allí “la filosofía es escolástica, no pensamiento racional”. Mi hermano artista comentaba que el campus de Macul de la Universidad de Chile estaba lleno de tentaciones y que había que tener cuidado para no desviarse de los estudios. Mother y Father ponían cara de circunstancia. Claro, nuevamente se enfrentaban al horror de tener que pagar una carrera con una casi nula proyección laboral. Por supuesto, tras horas de ver películas gringas y teleseries como Amor a Domicilio, yo tenía planeado trabajar en algún local de comida rápida para ganarme algunos pesos y aliviar el gasto universitario. Pero esos eran planes secretos, planes para sorprender a Mother y Father al momento de entregarles la cuponera con las cuotas del primer año. Por ahora sólo quería tranquilizarlos un poco.

-Bueno, Mother, no sólo postularé a filosofía. También inscribiré lengua y literatura hispánica en dos universidades y, por último, derecho.

A Mother se le iluminó la cara. Tal vez yo sí tenía futuro, tal vez las fiestas de fin de año harían que yo recapacitara y enmendara mi rumbo. Pero no. Seis meses después ya podía traducir sin ningún problema oraciones comunes y corrientes a lenguaje lógico, me habían enseñado que la pregunta clave de la humanidad era el ti to on de los griegos, y había descubierto que la trilogía de Sócrates, Platón y Aristóteles era en realidad una tetralogía que completaba un señor llamado Plotino.

Nueve meses después, mi mejor nota en filosofía había sido en un electivo de literatura hispánica en un control de lectura sobre el Cantar de Mio Cid. De filósofo ya no me quedaba mucho y planeaba dar la PAA y evitar ser reclutado al servicio militar. Le hice un hueco a los libros en medio de mi ocupada agenda de idas a los juegos Diana en el centro y di la prueba nuevamente para cambiarme a una carrera más productiva.

Y así fue como llegué a ser periodista.